En el pasado las personas creían que para que el futuro aconteciera de forma plena eran necesarios comportamientos y acciones que llevaran a buenos resultados. El futuro dependía de la suerte, pero también del proyecto.
La relación con el futuro definía la construcción de algo que sería importante “un día”.
Tal pensamiento era posible porque había una idea en el sentido técnico: un mirar que partía de un punto y quería alcanzar otro. Hoy, podemos cuestionar si no perdemos justamente el punto al cual queremos llegar. El futuro era algo para el cual era preciso preparación. La educación, antes de ser disciplina del cuerpo y del espíritu, era preparación para todo eso.
Hoy, nadie piensa en prepararse. Antes de la preparación, se privilegia hoy la competición general para alcanzar un lugar, si posible el primero, aunque para eso sea necesario “quitar” algunos del camino.
El futuro, especie de idea concreta, nos escapa cuando surge la idea abstracta del progreso.
El ideal del progreso no sólo sustituyó la percepción del futuro, pero reprimió su potencialidad. Sin pensar en el futuro, adherimos ciegamente a la decadencia del progreso.
La idea de progreso nos da un logro psicológico mayor, por eso abandonamos el pensamiento sobre el futuro. Desistimos de él creyendo que, con el progreso, superamos todo el mal que puede ocurrirnos en el futuro.
El futuro volcó una proyección ilusoria, como vemos en las películas de ficción científica que juguetean con nuestro imaginario sobre el tiempo que vendrá. Es una forma ingenua de dominar el miedo del futuro.
¿Será que eso es posible?